El viernes por la noche estuve cenando en un pequeño restaurante en la dársena de Viareggio, llamado «Lucifero». Qué nombre tan inusual para un restaurante, que lleva consigo una seductora contradicción. Por un lado, tenemos al ‘portador de luz’, símbolo de esplendor y conocimiento. Por otro, evoca al ‘príncipe de las tinieblas’, maestro del engaño y las sombras, un recordatorio de que la promesa de luz puede ocultar trampas e ilusiones. Esta antinomia convierte el nombre Lucifero en una elección provocadora, el juego entre luz y oscuridad, verdad y mentira; en resumen, toda una declaración de intención y misterio… culinario.

Al terminar la cena, mientras salía del lugar, noté en la pared un espejo convexo que me recordó la icónica pintura «El matrimonio Arnolfini» de Jan van Eyck. Así, me encontré con mi propia imagen reflejada en el globo espejado, situada en el centro del debate secular sobre la invención de la perspectiva.

El matrimonio Arnolfini – Jan van Eyck, 1434

Sabemos que los intentos de representar el espacio tridimensional en superficies bidimensionales, como lienzos, telas, muros y tablas, se remontan a épocas remotas. Estos intentos son difíciles de categorizar y organizar en una secuencia temporal. En general, podemos distinguir tres modalidades principales a través de las cuales los artistas representaban y continúan representando la perspectiva en sus creaciones:

Una “Perspectiva intuitiva” – era la forma de representación utilizada antes del Renacimiento, caracterizada por una representación espacial inconsistente, con objetos y figuras representados sin una regla matemática que permitiera crear profundidades realistas. Esta perspectiva era común en las composiciones del arte clásico hasta la Edad Media, donde la función narrativa o simbólica prevalecía sobre la representación precisa del espacio.

Una “Perspectiva geométrica o lineal (italiana)” – fue desarrollada y formalizada por artistas como Filippo Brunelleschi (1377 – 1446) y Leon Battista Alberti (1404 – 1472), basada en principios matemáticos que permitían dibujar una escena con profundidad coherente mediante líneas convergentes hacia un punto de fuga. Esta técnica revolucionó el arte renacentista italiano, y algunos la identifican como el inicio del Renacimiento, ya que permitía a los artistas crear una ilusión realista del espacio tridimensional en una superficie plana. Según Vasari, esto transmitía una idea de belleza arraigada en la tradición clásica.

Finalmente, una “Perspectiva óptica (flamenca)” – los pintores flamencos como Jan van Eyck utilizaban un enfoque diferente, enfocado en el realismo extremo y en la observación empírica en lugar de en un sistema geométrico rígido. Utilizaban herramientas como espejos, lentes y cámaras oscuras para estudiar la luz, la reflexión y los detalles minuciosos. Su atención a los detalles y la luz era tan precisa que lograban un efecto de profundidad y realismo que podría definirse como “óptico” porque se acercaba a la manera en que el ojo humano percibe la realidad. Sin embargo, esta perspectiva no se basaba en un único y riguroso punto de fuga, como en el enfoque italiano, sino en una representación más práctica.

En resumen, aunque en la antigüedad encontramos intentos aproximados de perspectiva, es con el Renacimiento cuando la técnica se perfecciona. Experimentada por primera vez por Filippo Brunelleschi, según algunas fuentes inciertas, en 1425 Pippo (como lo menciona Alberti en su tratado “De Pictura”) dibujó el Baptisterio de la Piazza Duomo con una precisión insuperable. Se situó con la obra, una tablilla de 30×30 cm, a unos 3 brazos (1.80 m) de la puerta principal de la Catedral de Santa Maria del Fiore y, desde esa posición exacta, superpuso la tablilla sobre el baptisterio, comprobando la perfecta continuidad de las líneas. Este experimento sentó las bases para la formalización teórica enunciada por Leon Battista Alberti en su tratado “De Pictura” (1435), donde describió los principios geométricos y matemáticos que regulan una visión armónica y racional del espacio.

Giorgio Vasari (1511 – 1574), en sus “Las vidas” (1550), cuenta que Brunelleschi, respecto a sus estudios sobre la perspectiva, «… encontró un método para lograr un resultado correcto y perfecto. Este método consistía en representarla usando la planta y el perfil (alzado), y mediante el método de intersección».

Gracias a Vasari, testigo ocular de la atmósfera cultural de la época, conocemos un tiempo en el que el arte literalmente renace tras siglos de decadencia, retomando los modelos y valores de la antigüedad clásica. Influenciado por el neoplatonismo renacentista, un movimiento filosófico desarrollado en Florencia gracias a figuras como Marsilio Ficino (1433 – 1499) y apoyado por Lorenzo de Medici, mejor conocido como Lorenzo el Magnífico (1449 – 1492), este pensamiento veía el arte como un medio para acercarse a la belleza ideal y la verdad espiritual, conceptos que, según ellos, distinguían al arte italiano del realismo flamenco. Vasari identificaba a Giotto di Bondone (1267 – 1337) como el primer gran innovador, capaz de romper con el estilo bizantino e iniciar así un proceso de renovación artística que, según Vasari, alcanzaría su apogeo con figuras como Leonardo da Vinci, Rafael Sanzio y Miguel Ángel Buonarroti, a quien consideraba el máximo ejemplo de perfección artística.

Pero, ¿era Vasari realmente objetivo en sus críticas a la pintura flamenca, o estaba quizás condicionado por el localismo típico de la tradición toscana? Después de todo, la rivalidad entre Lucca, Pisa y Florencia es bien conocida y representa el origen mismo del término “localismo”. ¡Y qué decir en comparación con los artistas del norte de Europa! Vasari consideraba que el arte debía trascender la simple representación del mundo visible, apuntando a una forma más elevada de belleza y significado, como prescribían los principios del clasicismo. Según él, los flamencos se perdían en detalles minuciosos y ornamentos, en detrimento de la composición y armonía general de la obra. En esto, Vasari diferenciaba claramente el arte italiano, que admiraba por su capacidad de equilibrar detalles, composición y una idea universal de belleza.

Lo más fascinante para mí, sin embargo, es la perspectiva entendida como engaño. Platón, en su “República”, desaprobaba el arte porque lo consideraba una copia engañosa de la realidad, una imitación alejada del mundo de las ideas, que aparta al alma de la verdad. Platón sostenía que los artistas crean una ilusión, una copia de la copia, ya que la realidad sensible es una pálida imitación del mundo de las ideas. En el Libro X de la República, Platón afirma que el arte está tres veces alejado de la verdad, porque es una mera imitación de la realidad, que a su vez es una imitación de las Ideas, las formas perfectas e inmutables que representan la verdadera esencia de las cosas. En consecuencia, el arte imita no la esencia, sino la apariencia de objetos que ya son copias imperfectas de las Ideas, alejándose aún más de la verdad absoluta. Por lo tanto, el arte nunca puede conducir al conocimiento auténtico, sino solo al engaño y la confusión de los sentidos. Pero quizás, a veces, buscamos precisamente ese engaño, porque dentro de nosotros está el deseo de asombro, el sueño inocente de regresar a esa tierra… de la que fuimos expulsados.

Como en la película El gran truco” (“The Prestige”), en la que John Cutter (Michael Caine) dice: «Cada número de magia se compone de tres partes o actos. La primera parte se llama la Promesa: el ilusionista muestra algo ordinario. La segunda parte se llama el Giro: el ilusionista toma ese algo ordinario y lo convierte en algo extraordinario. Pero nadie aplaude todavía, porque hacer desaparecer algo no es suficiente; también hay que hacerlo… reaparecer. Ahora, la verdad es que estamos buscando el secreto, el truco, pero no lo encontramos porque, en realidad, no estamos realmente mirando. No queremos saberlo en realidad, queremos que nos engañen».

Tal vez la perspectiva artística también sea un truco que elegimos aceptar, una forma de ver el mundo desde un ángulo que no es necesariamente cierto, pero que nos promete algo extraordinario. Y, al final, ¿no es ese el poder del arte? La habilidad de hacernos ver la realidad de una manera nueva, de mostrarnos lo ordinario transformado en extraordinario, de hacernos creer que, por un momento, lo que parece imposible puede volverse real.